El siglo XVIII no resultó tan brillante para la literatura española como lo fueron el XVI o el XVII. No encontramos nombres como Fernando de Rojas, Garcilaso de la Vega, Juan Boscán, Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Quevedo, Góngora… la lista sería casi interminable. En el setecientos apenas podemos espigar unos cuantos nombres como el padre Feijoo, Cadalso, Jovellanos, Fernández de Moratín… autores menores comparados con los colosos de aquel tiempo que recibió el nombre de Siglo de Oro. Uno de esos autores del dieciocho fue José Francisco de Isla y Rojo, conocido como el padre Isla, un jesuita leonés de nacimiento que moriría exiliado, al ser expulsada la Compañía de Jesús de la España de Carlos III, en Bolonia.
El padre Isla fue autor de una obra titulada «Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes». La obra, publicada en 1758 tuvo un éxito extraordinario; tanto que en pocos días estaba agotada la primera edición. Pero el éxito vino acompañado de un notable escándalo, lo que llevó a la intervención de la Inquisición que detuvo la reimpresión de la obra y, tras dos años de dimes y diretes, acabó prohibiéndola. Es una crítica, como correspondía al ambiente del neoclasicismo que se respiraba en el siglo XVIII, a los oradores que utilizaban un lenguaje propio del Barroco. Oradores que buscaban frases rebuscadas y que hacían gala de lo que se consideraba mal gusto y ponderaban con notoria exageración determinadas cuestiones. Fray Gerundio era una acabada exposición de esa clase de oratoria, verdadero azote para los oyentes que se veían, por diferentes circunstancias, en la obligación de tener que soportar sus altisonantes proclamas. Natural de la localidad de Campazas, de ahí su nombre, era hijo de un rico labrador, Antón Zotes y de Catalina Rebollo, a la que se conocía en el pueblo como la «tía Catuja».
Lo bautizó el párroco de Campazas, Quijano de Perote, algo pariente de la madre del retoño, que quiso ponerle el nombre de Perote, pero se impuso la autoridad de los padres que optaron por bautizarlo como Gerundio porque su padre era todo un experto en la utilización de dicho tiempo gramatical. Gerundio, desde muy pequeño, causó la admiración de sus vecinos, por sus dotes para recitar de memoria cualquier cosa que oyese y era capaz de recitar larguísimos discursos. Muchas de las gentes del lugar quedaban admirados de su locuacidad. Poco importaba el contenido de todo lo que decía. Era sonoro y al oído quedaba bien, aunque a veces resultaba reiterativo, enrevesado, altisonante y poco creíble en muchas de las largas retahílas de cosas que decía.
En nuestro tiempo no hay oradores como fray Gerundio por la sencilla razón de que son pocos los oradores. No hay más que ver lo que hacen la mayor parte de los diputados -cierto que hay algunas honrosas excepciones- que intervienen desde la tribuna del congreso. Llegan hasta él pertrechados con un centón de folios, entre otras razones porque se suele emplear un tipo de letra grande para que la lectura resulte fácil, y van leyendo, a veces con penosa entonación. Pero en estos días de tribulación en que proliferan las apariciones en televisión, algunos discursos suenan altisonantes, enrevesados, reiterativos y hasta poco creíbles en muchas de las cosas que dicen. Alguno parece un fray Gerundio de Campazas resucitado. Aunque no estemos en el siglo XVIII.
(Publicada en ABC Córdoba el 18 de abril de 2020 en esta dirección)
Imagen: cervantesvirtual.com